sábado, 12 de noviembre de 2011
68 de San Lorenzo
En el numero 68 de San Lorenzo, se adivinaba una gorda tras las amarillentas cortinitas de bolillos en la ventana de un segundo piso. Abajo discutían dos ancianos sombre el tiempo que haría el 16 de octubre de 2874. Olía a meada y a repartidor del Mercadona, a queso de los Pirineos y a braga asturiana. Eran las seis en medio de todos los relojes. La gorda buscaba su Black Berry en el sudado escote, una sujetador de women sicrets sujetaba sus enormes pechos. La casa estaba oscura, sucia y en una cazuela sobre el alféizar de la ventana flotaba una col de Bruselas y tres zanahorias. La casa olia a meada y a repartidor del Mercadona recién ido, a queso de Pirineos y a braga asturiana. Eran las seis y cinco en medio de casi todos los relojes.
En el numero 32 de la misma calle, Marina la lotera estaba siendo desvirgada por su primo el chapero. Una vespa de la década de los setenta reposaba sus oxidados huesos sobre una pared húmeda de piedra grisácea. En la cocina se oía el rítmico y nervioso taconeo de la abuela, mientras acariciaba un gato calvo que celebraba sus trece cumpleaños. La madre de Marina, Lola la Pescadera, se sacaba los restos de tripas de una lubina que había limpiado esa misma mañana de entre las uñas, su marido roncaba en una destartalada mecedora frente a la ventana mientras su hija gemía de angustia mientras su primo el chapero le clavaba sus treinta crueles centímetros en las entrañas. La tarde era normal y pestilente en San Lorenzo.
Ruidos de vasos sucios y vacíos en los bares, tos y gritos de los viejos, risas de niños, moscas echándose carreras de vuelo a toda hostia entre los cubos de basura orgánica.
En numero 6 había sido ocupado por unos rumanos hacía una semana. Solo se oían discusiones en un idioma muy extraño y golpes que no se sabía bien quien recibía. Un carrito de la compra había sido aparcado elegantemente frente a la puerta mientras los dos niños rumanos, 6 y 9 años respectivamente, habían descargado su contenido: 20 kilos de cartón de los contenedores de la calle vecina, dos euros cincuenta… para que nos entendamos.
El 33 de San Lorenzo era la oficina del Inem que recibía a diario una marea serpenteante de gente sin trabajo. El local de al lado el 32, era un puesto diminuto de lotería que vendia ilusión, una oficina que se convertiría en garaje, un jefe payaso, alcantarillas que daban al Atlántico, dunas de ensueño y vuelos a diez euros, parejas incluso… incluso para homosexuales.
En el 69 se encontraba un apartamento que se había transformado en sede de los populares populares, que con la victoria en el bolsillo (que ya de por si estaba lleno de mas cosas, en particular billetes violetas…) celebraban reuniones de esperanza azul, mientras una pareja de gays neozelandeses tramaban un atentado junto a una santera recién llegada de cuba que había ido esa mañana al Inem, sin éxito.
La plaza que estaba al final de esa calle, se dividía en zonas. Los que apestaban a queso de los Pirineos nunca pisaban la zona de las bragas asturianas, sin embargo se llevaban bien con la zona de los repartidores del Mercadona, pero a rabiar con los de la popular sede de los populares. La zona gay era de los neozelandeses y una lesbiana de Salamanca que venía los findes a ver a su abuela. Mercedes, Pepe, Antonio, Domingo, Chita la mona del pueblo, Lola la Pescadera, Martina la lotera que ya no era virgen, el chapero y el gato de la abuela de la lotera formaban la zona más importante de la plaza, la de los que olían a meada.
Mamá cuando venía paseaba con don Manuel, el cura. Hablaban casi siempre de la torre de Babel, luego daban un repasando a los jueces que precedieron la época real judía y terminaban en el Bora-Bora tomándose un café bombón, a veces un chupito de anís, echando de menos el mono don Manuel, mamá frotándose las manos, nerviosa…
La gorda del 68 de San Lorenzo, vecina por el lado derecho de la popular sede de los populares, lloraba todos los miércoles por la tarde… el repartidor había dejado de traerle la compra hacia un mes. En el numero 70, vecino por el lado izquierdo de la popular sede de los populares, los neozelandeses y la santera seguían con sus inofensivos proyectos. Llovía sobre las casas de colores, los perros se refugiaban en los portales, no había tiempo de besos furtivos, ni paraguas transparentes, ni de versos frente a las verandas, ni de recuerdos tristes, viejos, acabados…
Un chico flaco, mustio, sombrío, lluvioso, estudiante, listo, callado, fugaz, debilitado, vivido, enfermo, acabado… es decir yo, se dirigía al numero uno de San Lorenzo, atravesando todo aquel pantano de ensimismamiento e historias ajenas, irónicas y trágicas que una casualidad había enfrascado en aquellas casas. Los días de lluvia se oía un zumbido a televisión mal sintonizada, a freidora vieja y a orgasmo en la casa de Martina la lotera. Las estatuas de bronce preferían ponerse aun más verdes con la caricia de la lluvia. Yo caminaba como quien pretende ir a ninguna parte sabiendo que inexorablemente entrará en su casa, dejara los zapatos embarrados en la entrada, el abrigo mojado en la batería de la calefacción, entrará en el salón oscuro y no verá ningún arpa olvidada, saludará los libros en su letargo de memoria y se sentará en el sofá como diciendo qué coño…como intentando no pensar en nada sabiendo que al fin y al cabo piensa en ella… como queriendo olvidar mientras todos se precipita a su mente como recuerdo… volviendo a decir pero qué coño… mierda, hombre, mierda, coño, mierdaaaa!!!!
El sueño había empezado cuando lo dejamos. Sin discutir, echándonos un polvo a modo de despedida, sentados en el suelo comiendo galletas de chocolate que sabía a caducado. Siempre nos querríamos, sin duda, aunque nos refugiáramos en otros cuerpos intentando olvidar nuestros trágicas folladas de los primeros días, procurando nunca más volver a pensar en el otros, sabiendo que no volveríamos a llamarnos ni mandarnos privados por el tuenti… pero convencidos de que no nos olvidaríamos en la vida. El suelo estaba frío y las sabanas tiradas en el parquet, sucias, reflejaban la luz naranja que penetraba por la ventana. “Sabes que ya queda poco, no?” dijo ella sin ninguna culpa. “Podré avisarte cuando esté cerca?” dije“Ni se te ocurra tolete!” dijo ella con reproche. Y yo: “Pero si habíamos…” “No habíamos nada… acaso pretendes hacerlo más difícil?” “No, no, en absoluto. Pero es que solo será un momento… el no podrá pegarte… bueno si podrá pero tu no sentirás nada.” “Cállate coño! me estas agobiando con tanta suposición… y no me hables de él, que sin él no habría echo esto ni de coña… y menos contigo”
La habitación se había oscurecido por completo. La lluvia tamborileaba sobre el tejado. La calle se había callado repentinamente, solo el llanto de la gorda sacudía las paredes con helados escalofríos. El coche de los repartidores de Mercadona pasó a toda prisa por la estrecha calle, deben de ir borrachos, pensé sonriendo. Me desnudé mirando con sorna mi cuerpo delgado, demasiado delgado. Vi las marcas de su amor en mis huesos, el dolor de cabeza que siempre me acompañaba me recordó su cuerpo, la tos incesante olía a sus besos. La noche se cernía sobre nosotros… ella ahí en algún lugar de Portugal con Adolfo y yo ya solo… desposeído, sin reconocerme, hecho de amor, de amor por ella, de ella.
Ave Venus!
El pájaro inquieto de la tinta...
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