sábado, 17 de diciembre de 2011

Casi un cuento de navidad



Las campanas anunciaban perdidas sobre la niebla la hora de salir. La taza de chocolate en la mesa, el libro abierto, los niños correteando entre las negras patas de las mesas, un grupo de señoras elegantes al fondo...
La noche se divisaba tras las ventanas bordeadas por focos de bajo consumo. Una manta de plumón caía a cámara lenta sobre la ciudad de piedra, un aura anaranjada matizaba levemente los muros de las casas del centro. Un perro atado en la calle ladraba viendo a su dueño refugiado en la chocolatería.
La gente llegaba sonrojada y levemente temblorosa, aquella tarde era un presagio invernal. Grupos de estudiantes que reían escandalosamente, interrumpían el sosegado paso de familias con cochitos de bebé y rezagadas abuelas que parecían disfrutar del frío, recordando quién sabe qué episodios lejanos, de su juventud tal vez...
Las tazas revoloteaban a mi alrededor sobre enormes bandejas que los camareros llevaban y traían con una rapidez sorprendente. Las clases y bibliotecas cerraban ya sus puertas apunto de sumirse en un sueño de páginas y memoria. Los alumnos olvidaban momentáneamente los volúmenes imposibles de memorizar, los nervios del que sabe que juega a septiembre (ah, no, que lo han cambiado a junio...) y se sumergían en animadas charlas frente a jarras de cerveza, cafés humeantes, platos de churros que esperaban el húmedo beso del chocolate caliente.

Había llamado a Raquel para ver que harían aquella tarde. "A las ocho bajo el reloj, hemos quedado para tomar algo..."dijo y la llamada se interrumpió. Había colgado.
Salí envolviéndome en la bufanda de lana, ya un tanto fina para aquel tiempo, y encogiéndome de hombros tomé la Rúa rumbo a la plaza. Un susurro de asombro turístico se oía tras los iPhones que apuntaban La casa de las conchas, la Clerecía vestida de su atuendo amarillo: redes y andamios; el campanario no se veía. Solo los focos sobre los tejados movían aquel frío humo que se retorcía en espirales, el frío humo de la primera niebla.

La plaza se desdibujaba incapaz de ver sus propios muros. Volaban astas desde los cuatro lados del cuadrado apuñalando cielo, ventanas y miradas. Lucio lo llamaría imagen apocalíptica, otros una miopía natural de aquellos meses, pero unos pocos coincidiríamos en que aquella noche permanecería en nuestro recuerdo como un inesperado regalo de la ciudad que nos acogía en parte fría y distante, pero imposible de dejar, de olvidar, de abandonarnos...

miércoles, 14 de diciembre de 2011

Desposeciones



Tengo un sueño tan insomne,
un pasotismo que lucha tanto...
tengo un enemigo tal fiel, pero tan enemigo...
tengo una cueva que es tan cuarto...

Tengo una noche que solo piensa en la mañana
y una preocupación tan inconstante.
Tengo intención, deseos, ganas; pero no cojones
para olvidarte.

Tengo una sopa del 97 en la mente,
tengo recuerdos, ruidos, despertares...
Tengo un tuenti repleto de amigos
pero ya no queda imaginarios para imaginarse.

Tengo un santo que por mentiroso
se ba estiando siglos con sus flechas,
y tengo un romano gay con el que hablo a veces
y es rencoroso- ya ves- con los despechos.

Tengo hipocondria prematura, dudas, socavones,
insomnes muecas de la luna, burlas,
reflejos, desconsejos, artisteos, grises callejones.
Tengo un gato de charol tras el espejo.

Tengo mil formas de compadecerme, pero ninguna
maldita forma de despertar con ganas.
Tengo un Palacio que me dibuja un futuro
pero pesimismo por lo que arrastra el mañana.

Tengo frascuelos, mariitis, sol, sal y son y cristianismo.
Tengo dismorfofobia mental y tarimoflexos,
miradas, bares, plazas -incluso diría sexo-
pero tener a otros, colega, no es tenerse uno mismo


......... y eso.

El Despundio




La calle era un plazul inmenso de rincojos y motrillos rubeznos en la insomne llanura de los aristórquicos. Todo se llenaba de morfidias al abrir las abandonadas antroposodias que los ocupas dejaban al irruto paso de su prestaz abandono. Los escaparates exóridos reposaban en los charivos que salpicaban la acera como deformes cariátides picatescas en aquel caos ixírico de la tóprica morfidia, repetida en Doratel durante la fugaz retrea del 15 de febrero de 1955, durante veinte plocazos.
Dorian, itínelo, dismórfobo, jamático, bajaba la cinérea vía de Traboll para encontrarse con Melín tras la oculta mafolada del suberidio.
Retrocedía al fin la bruma de aquellos lejanos días jugando a muerte y peñol con el bribel de los primeros gritos jubilosos de los mórfidas callejeantes. Falantre había caído lenta y tetráneamente al inexorable paso del tiempo. Falántreos y égodas se refugiaban en la breleja de llantinas y escortajos de la Madre Égoda, tan defensora ella del falantre supremo.
Pero nada podía hacerse ya contra el brillante júbilo que anegaba las calles. Habían salido todos los solonos salusando su victoria. ..
Dorian sonreía etroando los britones al ver ya de lejos la silueta de Melín. Bifió escandalosamente la atrocada calle y sin poder irrutarse besó sin más a la muchacha aún desconcertada, que no lograba peribar lo acontecido la noche del despundio final.