lunes, 9 de abril de 2012

acaso jamás deberían haberse construido


Han roto deshojados en la lluvia, se han roto.

Ha amanecido con niebla, tambores, resurrecciones barrocas que me tocan los cojones profundamente, viejitas tristes de las que a penas me compadezco, murmurando quebonitos en todas las pestilentes esquinas de sol y palma.

Han roto. Se han roto… acaso jamás deberían haberse construido. Releo lo que he puesto hasta aquí, sigo:

La tarde fue ordinaria, una carrera de ratas por bares desalmados. Desganados los cuatro, comiendo sin hambre, bebiendo por costumbre cerveza barata, viendo - me avergüenza decirlo- fútbol mientras un simpático camarero (para mi claro) recorría muy muy deprisa el bar de un lado para otro, incansable, hasta el aburrimiento, pero simpático, sin duda.
Todo se confunde hasta la nada próxima al verano. La gente que se ha ido anunciando el caluroso abandono casi eterno. No hay niños por las calles que parecen peor alumbradas, no hay borrachos, ni erasmus divertidos, ni hombres recogiendo las terrazas de los bares, ni tampoco está él aunque siempre lo tenga presente. La ciudad sumida en una monotonía desacostumbrada y triste. Las cabinas no funcionan. No hay relaciones públicos que inviten a despilfarrar conciencia y dinero. No hay noche para perder el día. Este hoy se volverá eterno de nuevo, este hoy que no se acaba hace dos días. No hay glaciares de sonidos en su blog de insomne esperanza.
Quiero verle.
No hay tiempo.

Descanso la cabeza sobre el sofá rojo, lo escribo. Cierro los ojos y le dibujo con una luz como de neón verde en la oscuridad, lo escribo. Pienso en hacerme un té y ver programas sin sentido, de estos que ponen por las noches, para hacerlas aún más insoportables y largas, lo escribo. Pienso que tengo que ir a un psiquiatra y reconciliarme, lo escribo. Pienso en pensar y escribir, lo escribo. Pienso, sin motivo alguno, en pepinos con salsa de yogur, lo escribo. Pienso en los japoneses del verano, en Tenerife, en Murakami, en Kafka, en Barajas, en Miguel, en Fran y su marido, en El Faro, Las Vistas, el paseo de la playa, la montaña de Guaza, el colegio como una cárcel conectada por puentes al viejo pueblo; pienso en haber estado acompañado, en no haber valorado el débil amor que tuve, en los sueños que daban ganas de llorar, en las comidas por la tarde en la terraza tibia… lo escribo. Escribo.

Ellos al menos tienen el refugio de pensar que han tenido un amor reciente aunque ya solo sean barro de hojas.

Uno vuelve sobre el mismo amor, sobre el único amor, sobre ese amor imperfecto que luego quiso recuperar su instantánea grandeza entre mis brazos y no pudo. Uno solo piensa, recuerda y escribe. Escribe en la noche con deseos imposibles.

Ellos, al menos en estos últimos instantes, aún se tienen y lo saben. Ellos que están deshojados en esta lluvia que vino de pronto. Ellos saben que no…

Uno descubre un vacío peludo, lleno de odio, de amor podrido, de esperanzas.

Ellos cavan hoyos bajo la lluvia.

Uno no se sorprende si la muerte acaricia ahora las palmas de las manos, como podría sorprenderse con un mirada de afecto, gratis, silenciosa… suya.

Ellos cavan hoyos en la cama bajo la lluvia.

Uno escribe esperanzas.

Ellos cavan hoyos en la cama de sus gritos, bajo la lluvia, hasta la mañana.

Uno susurra esperanzas.

Ellos cavan, se cavan uno en el otro sobre la cama unos inmensos hoyos bajo su propia lluvia, hasta su propia mañana.

Uno mira repetirse esta enfermedad inmunda y grita, gime, llora esperanzas.

Ellos cavan….

La lluvia.

Uno….
Esperanza.

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