jueves, 5 de abril de 2012
La textura de las vainas de los guisantes...
Solías oler a sudor y a ganas de mear cuando te levantabas, las pocas veces que dormimos juntos y tu me pediste chuparme los pies mientras yo opté por chuparte de los muslos hacia dentro.
Solía levantarme contigo oliendo a despecho y agradecimiento, oliendo a ti y a tus brazos llenos de venas gélidas, sabiendo a ti también, ansioso por beberte la sangre, en celo.
A veces te metía los dedos hasta que te corrieras, mientras diminutas arañas invadían los cristales de tu cuarto emigrando del gris jardín que rodeaba la casa hasta el abierto calor de la ya marchita vergüenza. Te restregabas el semen por el vientre como si fuese un rito tras el cual creías que te quedarías preñado de tus propios seres muertos. Yo te supliqué en múltiples ocasiones que me preñaras, pero dijiste que era peligroso, que no querías ensuciarme de ti, y no hablo de enfermedades, tenías una extraña teoría sobre las transmisiones de ideas enfermizas y suicidas por vía anal, muy jodidas si la eyaculación se realizaba en un culo del mismo sexo.
Luego, te follabas a todas las niñatas del barrio dejando a un hijo en cada esquina.
Yo me preguntaba cuando veía a alguna muy jovencita preñada caminando vestida de gris y con la cabeza gacha por tu barrio si la culpa no sería de ese hombre, de ese chico, de ese niño inconsciente al que tanto yo amé.
Me gustaba ir a tu casa. No siempre me dejabas subir y me sentaba a esperarte en el portal hablando con los gatos y mirando con ojos fieros a las viejas atrincheradas en unos bancos inclinadisimos y muy curvados que amenazaban con ceder bajo del peso de sus mas que menopausicos coños. Ese día me reiría en sus peludas narices, viejas cochinas!… como si ellas no hubiesen hecho lo mismo que yo si pudiesen estar contigo y hacer que te corrieras y que gimieras de impotencia y placer, de soledad, de momentáneos brochazos sentimentales que recordaban el amor vagamente.
Tu tardabas en bajar, algunos días hora y horas, olvidandote de mi, durmiendo tal vez… yo me entretenía repitiendo tu nombre, probando con distintos tonos. Durante horas optaba por susurrarlo y oír en el ese dulzor que se me hacía tan amargo de después del sexo. Recordaba las viejas paredes de la casa de tus padres, esos juegos no digo infantiles, pero aun no del todo adultos. Recordaba tu ronroneo en el hueco de mi cuello y alguna frase suelta, recordaba tu pelo que me anegaba la frente e invadía mis orejas, cosquilleaba las mejillas… mi risa interrumpiendo tu sueño, la respiración… la paz.
Salías del portal con los pantalones arrugados al igual que el ceño. Los ojos casi cerrados defendiendose contra el sol poniente, inofensivo ya. Murmurabas cosas y solíamos alejarnos del barrio, adentrarnos unos cientos de metros en el campo, robar guisantes a unas viejas, que no querían creer que el ayuntamiento no tardaría en arrasar sus campos para construir bloques de edificios, y nos los comíamos crudos. Algunas viejas nos chillaban, otras sonreían.
Una vez te excitaste con la textura de la vaina de los guisantes.
Mientras te la chupaba, tú desparramado en una gran piedra de granito que tenía una parte plana, una sombra se quedó helada a nuestra derecha. Miró tu polla y su tamaño pareció sorprenderla, hizo un gesto como repasándose la dentadura postiza o las desnudas encías, nos miró un rato como recordando, una sonrisa se mezcló con una mueca de amargura… era una de las viejas que nos sonreía siempre que íbamos a robarle guisantes. Tal vez estaría demasiado sola. Tal vez recordó lo que era eso de tener una polla en la boca, un vago recuerdo de algún acto sexual, recordó a su muerto.
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