jueves, 5 de abril de 2012
Las Lupanares
“Convertí la casa en un lupanar inmundo. Les pedimos los ángeles, nos los dieron.
Convertí un cuerpo difícil y frágil y lívido y temeroso en sí mismo y por sí, en una extensión fugitiva y bella de mi deformación física, reflejo en estos nocturnos seres y objetos. Les pedimos las alas… pero volar, volar… jajajaja volar! Nos dieron a los ángeles. Los violamos mientras Lot se abrazaba a sus hijas. Las alas ya no eran útiles, estaban muertos. Por cierto, sabed: los ángeles tienen plumas, pollas gordas y culos sedientos como los nuestros. Y les gusta.“
El lupanar: la idea fue de él. Un lugar donde ponerse cachondo y encontrar mas que tu propia mano y mas que vídeos y mas que fantasías estériles arañando las paredes. Un trozo de cielo en el cordón umbilical donde él se hunde, se hundía, se hundirá… pensar que tal vez sea mas yo, al fin. Las penetraciones, radicales, grotescas, oscuras bajo piedras de Roma antigua, anaranjada, alucinógena, aquí en esta ciudad casi santa. Y nosotros aprisionándonos el uno al otro, gimiendo para que se ancle el recuerdo a este vicio masculino y sucio, con vómitos antiguos, vicio violado, vicio de vidrio cortante y música muy baja para el deseo reprimido, pero no más. Solo el foco apuntando una pared con guitarra, humo, miradas de libros rogando semen.
El lugar era, por lo menos me lo parecía, acogedor. Solíamos hablar mientras algunos observaban esa frialdad de la costumbre que ya conoce al detalle el efecto de cada tipo de roce en lugares remotos de nuestras geografías. Todo empezaba de forma simple, como suele ocurrir cuando uno se derrite porque hace mucho que no siente como estremecen su cuerpo desde dentro. Todo empezaba con unas caricias casi vulgares, un ronroneo por su parte que recordaba a la ternura, los párpados caídos y el éxtasis de la bragueta (momentáneo) por la mía. Solía haber entre cinco y siete chicos, muy pocos volvían, simplemente porque no daban la talla por muy grande que la tuviesen, aburrían, el morbo real es cosa de un día. La carne vieja reclama carne nueva a diario. Alucinaciones.
Para mi sorpresa esos eventos mandados al azar, a personas desconocidas, de orientaciones (aunque prefiero decir elecciones) sexuales diversas, aunque siempre hombres, habían causado buen efecto. El hecho de utilizar ocasionalmente la oscuridad como argumento de confidencialidad o algún tipo de máscaras no del todo molestas, hizo que se animaran.
Sí, se animaron a entrar y a amontonar sus ropas en una silla del zaguán bajo la mirada de un arlequín veneciano y una piedra de sal con luz propia. Entraban desnudos, caminando por aquel angosto desfiladero de gotelé que vergüenza daba llamar pasillo, pero era genial, justo lo necesario. Algunos ya los esperábamos sentados jugando con el cuerpo de al lado…
Meterle el dedo a E. era un buen principio, una profundidad suave que producía gemidos casi animales. Yo siempre al borde, controlándome, por no pegarle seis bofetadas con todas mis fuerzas a esa niñito bonito, a ese chico bien. Imagino sus gemidos tras semejante descarga. Simplemente se correría y pasaría la noche a mis pies, lamiéndolos, en actitud apocalíptica y perdida la noción del tiempo, agradecido, hasta que nos lo folláramos uno a uno… tan bueno él, tan abierto siempre.
Las noches solían pasar lentamente, él fumaba despacio. Introducir entonces los dedos entre sus rizos era sentirse aire entre las volutas del humo que huía de su boca. En realidad era un cerdo, pero atractivo, con un cuerpo bonito, una espalda por la que resbalabas con la mirada: como sus textos.
Nunca hablamos de ello, solo follábamos. Perdido ya en la noche, después de cierto alivio que siempre volvía a primera hora de la mañana, susurrandome al oído, mientras me despertaba, esos versos tan puta de Gil de Biedma: " porque el amor no deja de ser dulce hecho al amancer[… ]porque se el día que me espera y no por el placer". La vida, es obvio, seguía de igual color, dando por culo y sin gusto. Todo monotonía fuera de las "lupanares" (por respeto a las putas del Ara Maxima romana. Dichosas.)
Él empujaba en silencio y con una fuerza tierna que cegaba, que colgaba como el sexo solar penetrado por una aguja. La metía bruscamente sin respeto alguno por los pliegues y fisuras rojas del deseo que se resentían en el extasiado culo a causa de un dolor fugaz y placentero, que él en cambio aliviaba con sacar la polla por un instante, metiéndola a los pocos segundos con aún mayor fuerza que al principio.
Follárselo (que es sinónimo de que me follara) era un abandonarse lento, transfigurarse en otras formas imposibles mientras el apretándote la nuca te hundía en el frío contacto de la baldosa.
Me abrazaba por la espalda.
Mañana no me conocería.
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