martes, 22 de diciembre de 2009

Bulevar Thomas


Estaba perdido en la penumbra del bulevar de la avenida Thomas. Era viernes, diez de la noche.
Tenía dos horas para merodear por las calles antes de que saliera el último tren hacia el aeropuerto. Las noches cerradas como esa, me gustaban. Iba con paso lento, tropezando por la irregular acera pestilente; todo daba vueltas a mí alrededor, oía voces, y esa pesadilla que despertaba de noche en la vieja y civilizada ciudad, se parecía a mi vida. Una gran mentira. Una actuación de títeres poseídos.
A medida que avanzaba lento por aquel gris desfiladero de bloques y cemento, los esqueletos de las enormes edificaciones me aprisionaban; de los siniestros portales salían mujeres que protagonizaban sus vidas tan solo por temor a encontrarse con algo peor si morían. Salían de noche, eran solo la sombra de lo que es una vida, se vendían para empobrecerse, y llenas de odio e impotencia se iban consumiendo para morir en una habitación de algún hotel abandonado. Una de ellas me miró, señalando luego la puerta de un burdel más. Desvié la mirada.

Desde el día de nuestra boda, supe con absoluta certeza que la dejaría. Siete meses después, así lo hice. Le pedí a Margerit, la secretaria, que me buscara un pasaje de ida a Paris, que me reservara una mesa en el restaurante de Cedric y que no me esperara hasta pasados unos meses. Chantal se encargó de todo lo de la empresa, ella sería la única que sabría algo de mí en mi ausencia; solo ella, porque era la única amante a la que no pude abandonar. Tenía unos veinticinco años más que yo, y era ya una señora; obesa, de pies cortitos y cara de lechuza. Me adoraba… decía que le recordaba a su hijo.

El vuelo salía a las dos y treintaisiete. Yo soñaba con estar en París, ir a un pequeño bar que descubrí hacía años en uno de mis habituales merodeos por las calles olvidadas de la ciudad, en el cual se respiraba un aire a otros tiempos, donde intelectuales y arruinados maricones, iban para tomarse el café más barato que pudieran servirles y recordar. Solía escribir en ese bar, sentarme frente a una sucia ventana, mirar la puerta de un garaje y soñar………….
Mientras pensaba en ello caminaba por la parte final del bulevar, donde personas de oscuros sombreros y abrigos otoñales se cruzaban en mi camino, sus caras no decían nada, eran la gente silenciosa, inexpresiva, fría, yo los llamaba los espectros del bulevar Thomas. Había algunas cafeterías en las cuales brillaban tenues luces que me reconfortaban, me sentía liberado; como recuperando de nuevo el control de mi vida. Imágenes de Lucía iban desapareciendo de mis recuerdos y, se escribían páginas nuevas, a toda velocidad, (trescientas páginas por segundo), de una vida nueva y triste, al borde de un precipicio. Había un susurro de hojas secas alrededor, de manchas de tinta en un folio, olor a libro nuevo y a idea fresca, me parecía que vivía uno de esos sueños que garabateaba a veces, y bautizaba como una de mis obras maestras. Me sentía como si fuera protagonista de una novela real, y todo cambiara de repente, como si el mundo parase y cogiese otro desvío, porque a mí me daba la gana, como si una voz, (la de Lila Down) envolviera el bulevar de leyenda… como si fuera el primer día de mi existencia (ese último) y todo callase a mi paso, sin verme… sintiéndome. Pero de pronto entre las sombras, una luz, una cara inocente de rasgos infantiles, un vestido rojo bajo un gris abrigo.
Cuando me acerqué no miró, tuve que pararme frente a ella y “qué hora es” preguntarle, para que comprendiera lo que quería. Eran las diez y cuarenta de la noche de aquel primer día (el último).
Subimos una escalera de caracol. El lugar estaba desierto, solo una nota de violín desafinaba oxidada a lo lejos, la voz tenor de algún muerto… le cogí la mano. Sentí que se estremecía. La habitación olía a mirra y colonia polaca; la cama perfectamente hecha, sabanas nuevas, un armario (vacío, supuse) en un rincón, un abochornante olor a semen y bragas de puta (si es que las putas llevan bragas), creo que… las sábanas, no son nuevas, pensé finalmente.
Le cogí la frágil muñeca y tiré suave y despacio hacia mí. Rehuyó mi mirada, estaba nerviosa… ¿virgen? pensé, ¿un mal día?...en fin, que mas me da a mí, razoné. Ella tenía unos diecisiete años o poco menos, su piel tostada, pelo rubio… recordaba una cerveza (…era hermosa y rubia como la cerveza…en su brazo tatuado un corazón…; una copla.) tenía unos ojos verdes aceitunados, labios finos, pechos pequeños y un colibrí entre ellos que latía nervioso. No pensaba tener relaciones con ella esa noche, pero tampoco le dije nada, ella tomando la iniciativa comenzó a desnudarse, curiosamente de espaldas a mí, ¿provocación?... ¿vergüenza?... la observe detenidamente. Era una niña. En uno de sus muslos tenía tatuada una mariposa verde, que casi se fundía con su piel, tenía unas curvas suaves e infantiles, unas piernas delgadas y la cintura más bien estrecha. “Ven, siéntate aquí” le dije poniendo una mano en la cama. Se acercó menos temerosa al oír mi voz cansada. Me desnudé.
Ella esperaba que le dijera algo. Me senté en el borde de la cama, me estallé los nudillos de los dedos de las manos y cerré los ojos; me rodeó el olor a semen en la almohada, a pechos de mujer en la mesita de noche, a besos en el armario vacío, a ruidos de placer en los vidrios de las ventanas, a traje sucio a la mañana siguiente, a puro, a coñac barato, a colonia polaca, a bragas de puta… todo giró una vez más, por milésima vez en aquellas escasas horas que habían pasado desde mi marcha.

Abrí los ojos. Nos miramos. Moví la cabeza de forma negativa, sonriendo. Ella se extrañó… Silencio incomodo. Alguien de nosotros dos encendió un viejo ventilador aunque hacia bastante frío. Ella por primera vez liberó un sonido de su boca y me preguntó la hora. Solté una carcajada sin poder contenerme. “Es medianoche”.
Nos tumbamos los dos a escasos centímetros uno del otro, sin rozarnos, en la enorme cama donde tantos otros se habían acostado, de muchas formas, para hacer una sola cosa. Pero estoy seguro que nadie lo había hecho para hablar, para pensar en algo, o para llorar simplemente de repugnancia o celos; precisamente a eso fui yo allí. “me gusta como se mueve” le dije, observando la raída tela de la cortina que se movía suavemente por culpa del aire que se colaba por el balcón, “cuando era niño, en casa, teníamos una enorme terraza, en la puerta de la cual había también una cortina parecida, y se movía como si quisiera huir volando…así, igual.” ella me observó silenciosa pensando en algo. “Es mi segunda noche… y aún soy virgen” levanté las cejas “ayer Molly me ofreció trabajar aquí y yo acepté; por la noche un ricachón árabe, de unos sesenta años vino… pero tuvo, en fin, ya sabe usted, que no se le…” aclaró la chica con vergüenza, yo me estallé de la risa “pues tendrás que soportar tu virginidad un día más, nena” dije mirándome las uñas, “es usted escritor verdad” preguntó la niña, la miré interrogativo, “ es que mi padre también lo era, así que os reconozco rápidamente” Yo no soy un escritor, pensé, soy un poseído, un manipulado, una sombra de tinta y letras que nadie reconoce ni entiende, y tu menos, niñita…“Mi padre era J.H. Herder” el corazón me dio un vuelco “Pobre diablo, fue un imbécil” dije con tristeza; fue uno de los que conocí en la editorial, al publicar mi tercer libro… realmente era un discapacitado en cuando a las letras, un loco, alcohólico, muerto de hambre y con siete chiquillos de equipaje. “Tu padre no era un escritor…” le dije.
Pasó media hora.
Había perdido el tren.
No iría a Paris, al menos esa noche no.

Le tomé la mano y le miré la palma abierta, cubierta de escarcha, de diminutas rayitas, como un cristal quebrado. Le di un beso. Otro. Le acaricié la mejilla y se sonrojó, la tranquilicé. Le di un beso en la boca y ya no pude parar. Hicimos el amor como todos aquellos que ocuparon esa cama, (rompí mi promesa) la poseí con rabia, con fuerza, ternura, venganza… miré sus ojos como dos galaxias en plena formación, sus suaves gemidos en los que se mezclaba dolor y placer, besé sus labios finos, rosados, los mordí hasta que unas gotas de sangre afloraron a la superficie, y en el momento del éxtasis, cuando nuestros cuerpos (tan diferentes) se fundieron, la miré a los ojos con mirada de cariño, y sus pupilas puras y plenas se abrieron, en el momento en el que mi cuerpo desprendía una parte de mí para ofrecérselo a ella, con el propósito de crear vida… aunque esta nunca llegara a existir.
El engaño.

La niña tirada en la cama, ojos abiertos, los minúsculos dedos enlazados entre los míos, la cara triste, la cabeza en mi hombro corroído, ya viejo para sus lágrimas. Tenía (y aun tengo) la facultad o el inconveniente de perder la noción del tiempo, de irme a algún sitio desconocido, por eso no puedo decir cuánto tiempo pasó hasta que me separé de ella en esa cama compartida por medio Nueva York y comencé a vestirme, deprisa. Ella debería estar pensando (o tal vez no, por su corta experiencia) que soy como todos, mojo, me relajo, un cigarrito y good bay bayby. Seguramente haya tenido razón. Dejé dos billetes de doscientos dólares en la mesita de noche, con aroma de pecho de mujer y otros dos en el bolsillo de su abrigo sin que ella se diera cuenta. La miré, pensando, intentando recordar su cara triste quitándose un mechón de pelo de la boca, “adiós, dale saludos a tu madre” “mi madre está muerta, pero se los daré”…
El cielo iba clareando y ofreciendo un confuso color pardo en los túneles de firmamento que los rascacielos me permitían ver. Algunos locales iban comenzando su funcionamiento, salía un intenso olor a pan de un local en la esquina de una callejuela, busqué mi teléfono, no estaba. Maldita sea. Me acerqué a una cabina, metí unos centavos, intenté recordar… 6…27…45…28…4…3… el número de Chantal… el particular sonido de espera… esperé… alguien cogió…
Fui a una cafetería de la quinta avenida, con la ropa del día anterior, con olor a sexo en el cuerpo, a despecho en el alma, a canción de desamor, la quinta avenida, café americano, debería estar en París ahora, mirando el Arco del Triunfo, a los franceses, los turistas… maldita niñita… Chantal dijo que vendría alrededor de las nueve, yo ya llevaba un par de americanos, un par de horas. Ocho menos cuarto, ocho, ocho con diez minutos y tres segundos y yo pensando en París; ocho y veinte, volvía de Europa y pensaba en la mujer que abandoné aquí… que se joda, pienso. No tengo remedio… Ocho y media, medio suspiro, recordé sus ojos en pleno orgasmo, no hay mejor sensación que mirar a tu pareja a los ojos en ese momento, aunque sea una puta, una puta virgen. Nueve menos cuarto, una conglomeración de personas a través del vidrio, trajes negros, parecía una mentira de Hollywood que yo me creí, una peli de las nuestras. Nueve y un minuto, comencé a desesperarme, nueve y tres minutos, la puerta del bar se abrió, una vieja enjoyada con su marido medio muerto, nueve y cinco, yo con la cara apoyada en los nudillos de los dedos miraba la taza vacía, un golpe en el cristal, la cara de reproche de Chantal, un gesto de dateprisatio, relajatequeyaestasdenuevocomounamoto, vengadejatederoyos, yavoycoño!, salí del bar, nos miramos. Ni una palabra. Me senté en el coche, ibamos a su casa. “Qué te ha pasado…” “una niñita del bulevar Thomas” de nuevo cara de reproche, de enfado “estas celosa” pregunté sonriente “No” dijo casi en un grito “Cuánto hace que no follas” pregunté; silencio. Una curva en la carretera, un letrero, la ciudad esquelética en el cristal, gastada. Mañana me voy a París, con la putita, pensé, espero encontrarla. Sí, la encontraré en el bulevar Thomas, me dije, nadie desaparece así como así de ahí, ya les gustaría a muchos. “Sácame dos billetes para mañana a París, a primera hora”. Me miró con ojos tristes, rendida; arrugas, años… dos lágrimas de soledad mojaron su blusa de seda malva. Yo pensaba en la niña.
Los esqueletos grises en el horizonte.
Y toda una obra de títeres poseídos.
Punto.

No hay comentarios:

Publicar un comentario