martes, 22 de diciembre de 2009

el novio de la muerte




Un día más la elegante rebeldía de los intelectuales se respiraba en el Café Central. Las mesitas redondas de estructura delicada, como todos los días, lucían sus almidonados manteles de lino sobre los cuales reposaban los objetos más diversos; en una de ellas, algo más grande que las demás, apartada en un rincón, se encontraban sentados dos jóvenes un poco taciturnos, vestidos propiamente para una noche de viernes, ambos con los pies cruzados, perdidos en algún rincón de sus mentes, imaginando, creando algo que ni los censuradores más experimentados del país pudiesen imaginar.
Uno de ellos, ligeramente más feo que el otro, con pelo oscuro y pronunciadas entradas, ojos pequeños y astutos, labios finos y nariz chata, escribía con rapidez algo en una hoja doblada por la mitad, de rato en rato se paraba y miraba a su acompañante que por el contrario lucía una melena más bien rubia peinada hacia atrás, que acompañada de sus ojos desorbitados de un marrón con destellos amarillentos, su nariz larga, su boca carnosa, sobre la cual se elevaba un bigote cuyos extremos se enrollaban formando dos círculos casi perfectos, le daban la pinta de un verdadero loco. Y efectivamente así se comprobó con el paso de los años, que aquel joven llamado Salvador, el cual se convertiría en una de las figuras más pintorescas de la España de siglo XX y que todos conocerían por su apellido y las extravagancias de sus pinturas, sería (sin intención de exagerar) uno de los locos más geniales de la historia.
El pequeño bar fue llenándose de rostros por todos conocidos, nombres como el de Gerardo D. el elegante Luis o aquel futuro marinero en tierra, de pronto llenaron el ambiente. Cuando el viejo piano dio la última nota y la voz de la Xirgú se quebró en un final ligeramente desafinado, como el ruido que produce una copa de cristal bohemio al romperse, escalofriante pero bello, la voz del joven que minutos antes estaba escribiendo a toda prisa, surgió como el tañido de miles de campanas entre rostros absortos que dirigieron la mirada hacia él. De pronto el bar se transformo en una fragua de la sierra granadina, la enorme araña que alumbraba el local cobró aspecto de luna con polizón de luz eléctrica, y el poeta que segundos antes había comenzado a leer, ya no lo era, ahora era un niño frágil que jugaba a muerte con la luna, entre notas dispersas de piano y romances de zumayas y martinetes, ahora el poeta que todos conocían por Federico, era el niño que velaba la fragua, era el novio de la muerte.

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