martes, 22 de diciembre de 2009

Les boîtes jaunes



Ritmo de algún verso. Día gris, sol gris, rostro sumido en voces bajo la sombra del porche. Calle sucia. Dos millones cuatrocientos cincuenta y siete adoquines embarrados y apestosos de la calle General Franco. Bares. Panadería alemana con olor a pan recién horneado. La vieja del “cortao” leche y leche de todos los días: mismo vestido, mismo rostro, un día menos de vida, la vieja... a pequeños sorbos.
Tarareo tanguillos, con hambre, inventándome las letras. Borrones sobre los ladrillos del edificio de enfrente. Un ruidoso piano de los años treinta, un cabaret, una puta vieja, un maricón negro bajo el refugio del telón manchado de “arte” y él (al que recuerdo ahora) que me entristece.

Entonces solamente era yo, no habían conseguido estropearme; mi rostro aun me correspondía y me identificaba. Era invierno. Yo, sin un maldito duro.
El espectáculo comenzaba a eso de las siete y veinte. Guitarras templadas, voces rotas, resacadas. Algún que otro golpe valiente en la destartalada tarima. Gritos, bullicio. El maricón negro hacía de eunuco furioso, defendía a la puta, por esa noche convertida en princesa, pobre puta... Él se enamoraba de una maceta de claveles (uno de ellos marchito, la idiota de Concha se había olvidado regarlos).
Silencio, el descanso, los supuestos artistas engullendo ron en los camerinos llenos de ratas maquilladas. Otra vez el piano (esta vez bajito) pero que parecía ruidoso a la hora de la siesta y el copa y copa del personal. “¡Cállate Ramón, coño!” gritaba la puta ya borracha, sombrero en mano, abanico roto. El negro emplumado bailando por una cabeza con Toñín el del ballet me provocaba una extraña sensación.
Era tarde, yo esperando, cansado por mi primer día de trabajo, escoba, paño, fregona y demás cachivaches en mano, para limpiar, para dejar todo perfecto. El chico de la limpieza, y punto.
La ronca voz de la andaluza comenzaba el final. Al fin comenzaba, esa andaluza que tan bien me caía, la única con dos dedos de frente.

“¡Enamorarse de una maseta de claveles, ridículo!” exclamaba yo después de la obra. “tal vez si fuera una planta carnívora capaz y todo, creíble... pero claveles... y con lo feos que son...y él con lo perfecto que es: el bailarín sin nombre, portugués o algo así, no, espera, no, creo que español...bueno en fin qué más da... el bailarín” y sin atreverme a pronunciarlo pensé: “mi bailarín”.

Como todos los días Pavel comenzaba con la viola, Gardelito con su típico redoble y luego la andaluza, ronca embriagadora; La puta entraba como haciéndose la normal y le salía bien y todo. El negro, trayéndole el té (cosas de maricas).
Media hora de espectáculo asqueroso por la rendija de una tabla suelta, en el lateral derecho del cuartucho de la limpieza, en lo más alto del teatro, para verlo a él solamente. Me habría gustado ser entonces un clavel entre sus manos. “¡Mierda!” pero que solo me sentía por aquel entonces. “¡Pero mírate, si se te cae el plumero! Estas celoso, reprimido, triste…” me decía a mi mismo murmurando rabioso “¡Pero si se te cae el plumero...! que va... ¿el negro? No, no, no... peor aún, si, un buen rato.”
Inocente, que más se podía esperar de uno a los quince años, enamoradizo, crédulo, fantasioso, autor de poemas mediocres y cursis a la hora de la siesta, soñador de claveles en boca, pajaritos en la cabeza (en ocasiones pajarracos). ¡Escobas, polvo, agua gris, lejía...! ¡Ese es tu destino! Me hubiera gustado que me dijeran, pero no, a los quince años, nunca hay nadie para recordad esas cosas tan simples, eso viene después.


Limpiar, barrer, frotar, con cuidado “Ojo, que lo rompes” “¡Eh! Tú, pásame la chaqueta del coronel” “¡Pero bueno, niño. Este espejo está sucio!” “...eso es, limpia, limpia, que por eso se te paga” “Chaval, corre tráeme eso” “¡Eres imbécil o que te pasa, en qué demonios estas pensando” Las típicas ordenes, insultos, broncas, del trabajo. Pero aparte de eso todo iba viento en popa, el espectáculo marchaba genial (para lo maro que era) todos terminaban desbaratados en los camerinos pero, nadie se negaba a una copita pos-espectáculo. Mi trabajo era limpiar, pero una de las ventajas era el tiempo que tenia para pensar, escuchar, observar y también (como ocurrió más adelante) enamorarme.
Trajes sudados sobre las sillas, olor a pólvora, luces fuera, música fuera, el silencio absoluto, noche cerrada sobre el telón, las estrellas de borrachera en calle Tinto-La Pampa. El chico de la limpieza, la hora...un ruido.

Salí del viejo teatro, un par de insomnes coches sobre la carretera, perdidos en quien sabe qué historias. Otro ruido semejante. Rodeé los contenedores de basura de la esquina de la calle, gatos, otro ruido más, olor a sombras, a pólvora reciente, a apagadas luces, a amante, a negro, la noche. Mire escudriñando la oscuridad, sí, era él, con el negro entre sus brazos acogedores, sobre un buzón de correos, las camisas desabrochadas, suspiros, sensaciones; despacio como entretejiendo el uno al otro. Pánico...no, dolor...no, coraje... envidia... una alegría amarga y creadora de esperanzas. Susurros, más ruido, labios rozándose, dos cuerpos en contraste amándose sobre el buzón amarillo, páginas de mi vida ambulante, tristeza sobre tristeza anestesiándome; de pronto una necesidad incontenible: esconderme, rápido, esconderme...
Me escondí rápidamente detrás de la esquina, espiando a ratos una relación oscura que me airaba, escuchando, perdido ya el control entre ellos, las voces divertidas, los dedos susurrándose ternura solo intuida; por mi rostro lágrimas, envidia, más envidia, mi primera ilusión ya quebrada, mi primer hombre con mayúscula, mi primer engaño... cambios, sobre la acera, calle del Teatro Viejo. Y heme roto. Cambios. Mi rostro borrado. Buzones amarillos.

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